lunes, 14 de agosto de 2006

Mujeres



Extraños seres las mujeres. Aparecen repentinamente, cuando uno está ocupado en pescar mariposas con un anzuelo de papel, y dejan entrever su luz cálida- espectral detrás de unos ojitos inocentones y redondos. Si uno comete el imposible de no cometer error- acierto de detenerse un segundo en sus rostros y sus irresistibles curvas, dichas féminas provocan repentinas oleadas de sanguijuelas crocantes en la piel. Es fácil deducir el diagnóstico: algunos le dicen calentura, otros enamoramiento precoz, pero dudo que haya una palabra para describir estas ilusiones coloridas y pecaminosas...
Una vez iniciado el proceso vulgarmente conocido como "estar-hasta-las-patas", lo estable se vuelve contra uno, que no tiene más que aferrarse a lo que pueda para no caer en las fauces del palabrerío precoz y siempre malentendido por la especie a la que hacemos referencia. Una mujer seduce con lo que no hace, mientras que nosotros, género hacedor de todo (por petición femenina), tenemos que probar hasta el último de los malabares para ver cuál de todos ellos llamará, aunque sea en lo más mínimo, la atención de aquélla ninfa que nos desvela.
Cuando nos encaucemos, finalmente, en aquello que le llama la atención, es mejor no perder el equilibrio, avanzar lento pero rápido a la vez, como cuando se quiere atrapar un colibrí, y además queda expresamente contraindicado mostrar inseguridad, bajo pena de caer en la historia de amor jamás sucedida fuera de uno (de esto yo sé bastante). Nunca se sufre lo suficiente con ellas, creen que lo que uno tiene de ser lo tiene de coraza metálica insensible...
Todas estas técnicas tienen altas probabilidades de fallar: uno nunca termina de entender a las mujeres. Como esa hermosura, norteña, querendona y malcriada, que, además de dejarme toda una melodía amarga en los poros y una escalera de cristales que había hecho para ella, me hizo escribir estas líneas...

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