miércoles, 30 de agosto de 2006

Él y Ella

Él interrumpe los avatares cotidianos de las aves, ciega los senderos luminosos permitibles, y opaca los espectáculos de trigos culturosos. Sintiendo pena por todo, fluye sobre sí mismo hasta compadecer a las hormigas amazónicas. Tiene alma de poeta, se desangra con cada voz que no habla y con cada temor que se deja alcanzar por su confirmación escatológica. Suspira de amor y deseo por Ella, alma inmutable que todo lo nutre.
Ella es la única, la que gira incontrolable por los laberintos hidrocentáuricos de su propio asombro. La que crea de su vientre, la que da a luz cuervos que le comen los ojos y la nuca. (Pobre madre, no puede dejar de amar a sus verdugos)
Cuando Él y Ella andan con los deseos urgentes y con ganas de hacer el más amor de los amores, empiezan a seducirse mutuamente. Como todo acto discursivo, nunca se sabe quién empieza. Una sonrisa de luz, un susurrar de las montañas, todo es válido a la hora de estimular la imaginación de los elementos. Tras sendos cachondeos, estiran sus múltiples brazos para amarse y acariciarse, pero es en el supremo acto de fecundidad en el que tienen contacto realmente. Cae la lluvia sobre las capitales góticas, y así, el Cielo y la Tierra se funden en un majestuoso nacer sobre ellos mismos.
Hoy llueve y hace frío, el viento arrastra penas de pueblos destruidos, las hojas se balancean peligrosamente sobre la acera incontinente, y encima la popularidad de los bares disminuye minuto a minuto. Pero no deja de ser milagroso que, a pesar de que nosotros ya no nos entendamos y nos empecinemos en negarnos mutuamente, ellos vivan sólo para fecundar campos y esperanzas en los solitarios y bohemios corazones, aquéllos que buscan un amor entre las esquinas abreviadas de las ciudades fantasmas...

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