lunes, 14 de agosto de 2006

Domingo en Paraná


Camino por las ciruelas pasas del laberinto. Buscando serenidad, avanzo hacia el lugar más intranquilo. Descartando descansares y quietudes, voy bajando cada vez más rápido. A lo lejos, un grupo perturba la armonía intransigente de los autos con risas y comentarios de plástico, como si comentaran una película de cierto hollywood cine barato. Son adolescentes, van a la escuela, es domingo y piden sol; sin darse cuenta, se están acartonando y sumergiendo en el óxido general, en la rigidez gratuita que a todos nos es dada y a nadie se le niega. No es culpa de ellos: o se aggiornan o mueren solos.
Un guardián del orden vigila un edificio gigantesco. Son tiempos violentos los de estos días, cualquiera puede llegar a robarlo desde sus cimientos. El polizonte aparenta responsabilidad y soltura, pero yo sé que está incómodo en su soledad de cemento.
Caballos blancos llevan hombres que no son príncipes azules. La mentira más grande de mi infancia: las princesas no existen, a no ser que esas cajas de cartón y basura lo sean.
Una mujer pasea su perro susanoide. Coqueta, con su sombrero ovnítico, ella camina por una París exhuberante. Los caballos blancos no existen debajo de su ridículo andén, solamente si le sirven a Su Merced. Apura el paso cuando ve esas caritas tan, pero tan antiestéticas. Si por ella fuera, maquillaría los rostros del hambre con base de firmamento y mano dura.
Personas, personajes, historietas humanas, cada cual en lo suyo. Se borran las identidades y los buenos tratos, y yo decido volver, cobardemente, a mi envoltorio rectangular, sutil puesto de encierro para unos cuantos que no se atreven a ver la vida ni de reojo...

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