miércoles, 8 de abril de 2009

La Señora Creyente

Las manos se golpearon la una a la otra en un afán por conseguir un potencial oyente.

Me asomé desde mi patio, inclinando la cabeza hacia la izquierda groseramente, a fin de poder ver quién había solicitado mi presencia (o no).
Era una señora, rubia modesta, acompañada de un infeliz muchacho, estatua viviente.

—Buenas tardes, queríamos hacerte una invitación.— balbuceó la Doña, mientras su mano derecha ofrecía un panfleto pequeño y todo anaranjado.
Durante una milésima de segundo, dudé entre aparentar sordera o idiotez a fin de volver a lo que estaba haciendo antes de que sonaran esas manos implorantes, o ir y rechazar, todo de modo muy cortés, la invitación (a lo que fuera).

Me decidí por esto último.

Mientras avanzaba por el pasillo que hacía de puente entre la señora, la estatua pre- adolescente y yo, conjeturé las múltiples posibilidades. "¿Invitación a qué? ¿Al delirio, onda Galeano? ¿Al suicidio en masa? ¿A una orgía? ¿A afiliarme al Partido de la Que Está a la Vuelta de la Esquina, bajo condición de apagar mi celular para no ser descubierto? ¿A escupir la vereda del vecino? ¿A una campaña anti- dengue? ¿A hacer una barricada por el sólo hecho de hacer una barricada?"

Nada de eso. El panfleto contenía una viva imagen de alguien con un cáliz y un semblante de sufrimiento: sí, era una invitación para ir a la iglesia.

—Para Semana Santa hacemos varias misas, además mañana hay una charla sobre la importancia de la Palabra de Dios en estos días y también bla bla bla...— me comentó la Señora, orgullosa del amplio repertorio de información que manejaba. En tanto el niño- estatua se limitaba a mirarme, como quien mira un pedazo de adoquín en el suelo.

Una vez finalizada su mini exposición acerca del pecado y la muerte y la resurrección, me apuré a cortar toda posibilidad de renovar el diálogo, pero siempre de modo muy elegante.

—Le agradezco su invitación.— susurré, articulando una sonrisa con hilos invisibles.
—Me gustaría que fueras. Porque además es para toda la familia. Bueno, hasta luego y muchas gracias.— finalizó la mujer.

Y fue entonces que se le escapó. Sus ojos marrones me hablaron.
Fue como si dos pequeños duendes se asomaran desde el fondo, llorando, acurrucándose en las pupilas.
En un mutuo acuerdo, ambos ojos imploraron al unísono:

—Creéme, por favor, por tu bien, tenés que creerme.

Y la Señora se fue, llevándose a su insípido acompañante y acomodando más volantes en sus manos.

Contra toda evidencia, aquélla era una mujer de mármol. Estaba tan adoctrinada que ni siquiera sus duendes saltarines y pegajosos podían llegar a escaparse de sus creencias, aunque sea para jugar un poco. Esa mirada de arcilla (que me mostró sin darse cuenta siquiera) era la viva evidencia del poder de la repetición.
Cada mínimo gesto de esa Señora estaba supeditado a lo que, dicen, le pasó al hijo de un carpintero en la Palestina de hace 2 mil años.

Quién sabe.
Tal vez hasta la mirada se haya convertido en una instancia más en donde ejercer el dominio.

1 comentario:

La Abismada dijo...

Maravilloso!!!